SIETE MESES

Estoy embarazada de siete meses. Y quiero contar mi historia, porque a lo mejor la lee alguien que conoce o se encuentra un día con un caso parecido.

Es mi primer embarazo, y mi marido y yo recibimos con una gran alegría e ilusión la noticia de que un bebé venía en camino. La mala noticia llegó cuando ya estaba de tres meses. Nos diagnosticaron un feto acráneo que, según nos explicaron, resulta incompatible con la vida. Al carecer de huesos que le cierren y protejan la cabeza, nuestro hijo nunca podría vivir fuera de mí. Y la única solución médica que nos daban era el aborto.


Sin embargo, decidimos que debíamos seguir adelante con el embarazo. Nos aseguraron que la gestación se llevaría a cabo como la de cualquier otro embarazo normal y que el parto se desarrollaría también con normalidad. La única diferencia es que nuestro hijo no podría vivir más allá de unas horas, minutos, o como mucho un día, pero que no sufriría. Fue una decisión dura, tanto de tomar como de explicar a los familiares y amigos cercanos, pero yo sabía que no podría nunca enfrentarme a la idea de que ese ser que llevaba dentro de mí -y que yo sabía que estaba vivo- iba a dejar de estarlo porque yo lo decidiera.

Hay quien podría pensar que fue una decisión valiente, pero también se puede ver como una cobardía. Lo que yo sé, es que si mi hijo/a sólo iba a poder tener una vida, la que yo le diera dentro de mí, no podía negarle eso, su vida; los pocos meses de vida, como mucho seis más, que tuviera dentro de mí. Y que esta corta vida fuera lo mejor posible, por supuesto.

Y ya estoy de siete meses. Y lo que yo quiero contar es que aunque se acerca el desenlace, tanto el padre como yo estamos muy contentos de haber podido darle esta pequeña oportunidad de vida a un ser que nunca llegaremos a ver, aunque ya lo conocemos y lo sentimos cuando se mueve dentro de mí. Ahora noto sus patadas, pero siento que está igual de vivo que cuando sólo lo veía en la ecografía durante la octava semana del embarazo. Y es que es otra forma de vivir la paternidad y la maternidad. Si es grande poder llegar a ver a la criatura a la que se le da la vida, también lo es saber que ahora está vivo gracias a nosotros, aunque cuando nazca Dios se lo lleve al cielo.

Somos jóvenes y, si Dios quiere, tendremos más hijos. Y espero que sean sanos, porque dicen que no se suelen repetir estos casos. Pero de momento nos enfrentamos –un tanto asustados, he de reconocerlo - a la cercanía del parto, que será cuando nos despidamos definitivamente del bebé. A lo mejor donamos sus órganos, para quedarnos además con el consuelo de saber que ha ayudado a vivir a otros.

Y el otro gran consuelo que tendremos siempre, es el de saber que Dios nos pidió un día, a mi marido y a mí, que le ayudáramos a crear un ángel nuevo que estará para siempre en el cielo rezando por nosotros y nuestros familiares. Está claro que MERECE LA PENA.

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